Como poseído, se agita frenéticamente el danzaq, chocando en el aire, con destreza, las tijeras. Dicen que tiene un pacto con el diablo, que no siente dolor, que es capaz de mediar entre los hombres y la naturaleza, que recibe la fuerza de los wamanis y los apus, dioses de los nevados y lagunas andinas. Como todos los 24 de diciembre, han llegado de todos los pueblos de Huancavelica, para adorar al Niño Jesús.
La danza de tijeras, considerada desde 2010 Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, es ejecutada por los danzaqs, descendientes de los «tusuq laykas», adivinos y curanderos prehispánicos que fueron perseguidos durante la colonia, cuando tuvieron que refugiarse en las zonas altas del Ande. Con el tiempo, los colonizadores aceptaron su retorno pero condicionándolos a danzar a los santos y al dios católico, iniciando la tradición de ejecutar la danza de las tijeras en las fiestas patronales. El escritor peruano José María Arguedas inmortalizaría la mística del danzaq en su novela “La Agonía de Rasu Ñiti”.
Y todos los años, del 24 al 27 de diciembre se realiza, en diversas zonas de Huancavelica –y otras provincias de los Andes centrales y del sur peruano- el tradicional atipanacuy, las competencias de baile que enfrentan a los danzaqs y sus respectivas orquestas, compuestas por un arpa y un violín. El danzante, vestido con su particular atuendo y blandiendo los dos pedazos de metal de unos 25 cm de largo –las tijeras-, realiza diversos saltos y acrobacias, ejecutando diversos desafíos en los que, muchas veces, debe vencer el dolor y el sufrimiento que se auto infligen, como una prueba de su valor y fortaleza. Si está por las fechas de Navidad en la zona, no deje de verlos, son una de las expresiones más auténticas de la cultura andina.